jueves, 20 de octubre de 2011

Agobiados de agobio

El agobio. Estudiantes, padres, profesores, jubilados- la humanidad entera- sucumbe diariamente a él. Todos votaríamos a favor del aumento del día en un par de horas. Y, sin embargo, seguiríamos igualmente agobiados. Los sabios hermanos Muñoz (Estopa), más poetas que rockeros, definen así este fenómeno: “tiempo, lo que nos falta es el tiempo, yo te lo cuento sin juramentos, lo que no sobra nunca siempre es el tiempo”. ¿realmente nos falta tiempo?, ¿Tan dañino es el agobio?
Pues no, no lo es. Si dejo aflorar la vena poética que tengo escondida o, más bien enterrada, diría una frase que por su autenticidad cotidiana podría formar parte del refranero español popular. Es la siguiente: “el agobio mueve el mundo”. Como ocurre con casi todos los problemas actuales a los que los grandes pensadores pretenden dar una solución unívoca, en realidad, es una cuestión de matices. Quede de antemano dicho que no me considero la fuente de sabiduría de la que pueda emanar la solución a cualquier dilema. Más bien, creo que todo aquel que piensa (y puedo asegurar que ahora mismo lo estoy haciendo, basta con ver el profundo surco que atraviesa mi frente) tiene el derecho y el deber de opinar.
Pues bien, con todo lo anterior solo he dicho que, para definir el agobio como un problema, es necesario juzgarlo considerando una serie de matices. Todo depende del tipo de agobio del que hablemos y de la acción que al “agobiao” le lleve a ejecutar. Durante las 6 horas que he dedicado a pensar este ensayo (las otras dos las he empleado en leer el libro, en agobiarme por no estar inspirada y en escribirlo) me he dado cuenta de que existen muchos tipos de agobio. Ya que mis pensamientos están limitados a ocupar 600 palabras, describiré los 3 más frecuentes:
El agobio tipo 1 es aquel en el que la persona descubre una acumulación tal de trabajo que se bloquea. Es entonces cuando suelta la célebre frase. “Paso. Total, no me da tiempo ni de broma”. El agobio desaparece como por arte de magia, tan rápido como había aparecido y el sujeto puede disfrutar de unas cañas con los colegas “claramente merecidas” después del agobio que ha pasado.
El agobio tipo 2, mucho más frecuente en los chicos que en las chicas, es aquel en el que la persona necesita quitárselo de encima de cualquier manera para poder afrontar la tarea en cuestión. Para ello, recurre a métodos tales como salir a correr “a fuego” durante un rato, gritar por una ventana o cualquier otra forma de desahogo poco racional.
El agobio tipo 3, es aquel que lleva a la persona a actuar. Se diferencia de los dos anteriores en que en éste, la actuación no se dirige a combatir el agobio sino a acometer con la mayor prontitud la tarea de la cual deriva el agobio. Quien sufre este agobio pone en marcha todos los mecanismos que posee para conseguir llegar a todo. No se trata de hacer a la vez todas las cosas que tiene pendientes. Esa podría ser la reacción propia del agobio tipo 4 que no describiré aquí. La persona con agobio tipo 3 sigue una secuencia de pensamiento parecida a la siguiente:
1-“Estoy agobiado”.
2- ¿Qué estoy haciendo ahora? Las respuestas posibles son 2:
a)      “Nada”. En este caso, la persona comienza a ejecutar inmediatamente la tarea. Estaríamos ante un “agobio productivo” en cuanto que el sujeto se pone “manos a la obra”.
b)      “Trabajar en la tarea”. En esta otra situación el sujeto con agobio tipo 3 se dice a sí mismo: “No puedo hacer más. El agobio ya no es productivo. Llegaré hasta donde pueda.”
Concluyendo, y para ello pidiendo una prorroga de 50 palabrillas, decir que, ya que el agobio está inevitablemente presente en nuestras recargadas vidas, lo mejor será que éste se vuelva productivo. Por eso, insto a todo quien me lea a sustituir la desgastada frase: “No te agobies”, por la nueva expresión: “Solo ten agobio tipo 3”.
            

domingo, 9 de octubre de 2011

LA GENTE JOVEN:

Empiezo a escribir este ensayo y estoy en blanco. Resulta paradójico  pues el título de lo que escribo es “La gente joven” y mis 19 primaveras me sitúan dentro de este grupo. Sin embargo, tras seis horas de clase y un calor insoportable mi cerebro está en stand by. ¿Solución?: la de siempre. Buscar en Internet. Introduzco en el erudito google “los jóvenes”. Así, sin más, a ver que me cuentan:
-“Alcohol y jóvenes”
-“Fumar y los jóvenes”
- “La autopsia apunta a que los jóvenes del estramonio murieron por…”
-“Por primera vez los jóvenes creen que su vida será peor que la de…”
Vale.  El panorama es desolador pero google me ha inspirado: Los jóvenes de hoy en día son un auténtico desastre. Su cultura es como el título de uno de los discos de Melendi: “Mientras no cueste trabajo”. Esta cultura tiene como objetivo principal la diversión y se fundamenta en el “todo vale” y en el “joé, ¡qué pe-re-za!”.
Pues bien, en apenas tres líneas he sintetizado lo que suele decirse actualmente de los jóvenes. Sin embargo, no son estas palabras novedosas. Desde que el mundo es mundo, los jóvenes son el problema de la sociedad.
Llegados a este punto, me atacan multitud de dudas: ¿Qué significa ser joven?, ¿Quiénes son jóvenes?, ¿Se trata de una edad, un estilo de vida, una época o un modo de pensar?, ¿Puede ocurrir que un hombre de 70 años sea joven?, ¿Puede haber discrepancia entre la juventud del cuerpo y la del espíritu? Probablemente este bombardeo de preguntas resulte del todo absurdo para mucha gente. Pero, pensadlo: si la juventud es solo una edad, es decir, sí es joven solo quien tiene entre 18 y 25 años, ¿la tarta de los 26 va sistemáticamente acompañada del carnet de adulto? Está claro que no.
Para mí, la juventud es la época de la vida (independientemente de la edad a la que se dé) en la que pasamos de un pensamiento “egocéntrico” a un mirar fuera. La juventud es una actitud de búsqueda continua. Al joven lo distinguimos porque de su cabeza sobresalen dos antenas que tratan de buscar la máxima información exterior posible para posteriormente filtrarla y decidir hasta qué punto hacerla propia. Según esta nueva “Anateoría”, se puede ser joven con 40, 50, e incluso 60. Las arrugas de la cara no restan juventud. La juventud consiste en no apalancarse, no conformarse; consiste en seguir indagando, en buscar respuestas fuera de nosotros mismos, en ponerse las gafas de cerca para mirar alrededor al mismo tiempo que se usan los prismáticos para ver lo de más lejos.
Puede ocurrir, y de hecho ocurre, que en esa búsqueda la persona se equivoque. Se trata de un error provocado por la combinación de varios factores desencadenantes: un ambiente poco estimulante, una educación deficiente, una falta de cohesión familiar, etc. Me explicaré mejor. En muchas ocasiones el buscador -el joven- yerra y su búsqueda no llega a buen puerto. Es entonces cuando nos encontramos con buscadores perdidos en la droga, el alcohol, la pereza, la irresponsabilidad, etc. Los botellones no son más que eso: una reunión de buscadores perdidos que creen encontrar en la borrachera sabadeña aquello  que están buscando.
Para concluir, quiero dar las gracias a google por su valiosa inspiración y poner de relieve que hablar de “los problemas de la juventud” es del todo inoportuno. No somos un colectivo de borrachos perezosos sino un grupo de buscadores a los que los adultos no han dado herramientas suficientes para buscar y encontrar.

lunes, 3 de octubre de 2011

Así soy yo:

Mi nombre completo es Ana Catalina Fernández-Vigil Iglesias aunque es poca la gente que lo conoce. Para el mundo en general mi nombre se resume en Ana Vigil. Quienes me conocen un poco más pueden escoger entre muchas posibilidades: Anina, Cata(los más simpáticos), Vigila, etc. Sin embargo, el objeto de este ensayo no es hacer una exposición de las variantes de mi nombre sino pararse un momento para pensar y dar respuesta a una pregunta tan de Perogrullo que pocos han hecho una pausa en sus agitadas vidas para responderla: ¿Quién soy yo?
Pues bien, ostento el enorme honor de ser la primogénita de cinco geniales, responsables y delirantes hermanos que, siendo totalmente diferentes unos de otros, se necesitan hasta un punto que ni ellos mismos sospechan. Ovetense que emigra a Pamplona en busca no sé muy bien de qué. Puede que para conocerme a mi misma o  más bien para encontrarme. Puede que simplemente porque tocaba. Puede que para huir del ya agobiante y viciado ambiente carbayon . O puede que por una combinación heterogénea de estos tres motivos. Eso sí, con la clarísima intención de volver pronto a  los orígenes pues me considero asturianina de pura cepa: dura por fuera pero “santina” por dentro.
Amante de las cosas bien hechas, el miedo a sufrir es mi peor enemigo y no son pocas las veces que esto me lleva a un sufrimiento mayor. Perfeccionista patológica y obsesivo-compulsiva con mis responsabilidades hasta tal punto que “no cumplir” para mi conlleva numerosos quebraderos de cabeza.
En cuanto a amores soy de ideas fijas: dar y darse constituyen la base de cualquier relación interpersonal. Es por eso que dedico gran parte de mis esfuerzos a intentar que todas las personas de las que estoy enamorada (familia, novio, amigas, etc.)sean felices aunque no sabría decir hasta que punto lo hago por ellos o por mi pues no conozco satisfacción mayor que la que se siente cuando alguien te agradece algo.
Nunca me han gustado las legumbres y, ya que soy cabezota por naturaleza, nunca me las he comido. En este sentido, soy el primer y último fracaso educativo de mi madre, maestra de profesión y partido de la oposición cuando me decidí por los estudios que ahora mismo curso. Me chifla el yogur de melocotón y maracuyá y mato por un cucurucho de nata.
¿Una época mala? El cáncer sufrido por mi padre que dejó impresa en mi carácter una huella muy honda. Al mismo tiempo, me permitió conocerle mucho mejor y, en consecuencia, despertó en mí un respeto y una admiración hacia él que nunca había sentido hacia nadie. En cuanto a mi madre, creo que su mayor contribución a mi crecimiento personal fue la de repetir hasta la saciedad la frase: “sé buena Anina” pues su empeño por hacer las cosas bien es una de las virtudes a la que con más ansia aspiro.
En cuanto al presente, mi meta a corto plazo es aprender a sufrir. No solo eso, quiero llegar a amar el sufrimiento y a darle un sentido. Para ello necesito conseguir desarrollar mi escasa capacidad de adaptación, desterrar mi inflexibilidad y aprender a tolerar la imperfección.
Mirando hacia el futuro, si dijera lo que me han enseñado, diría que mi meta a largo plazo es ser feliz. Sin embargo y, aunque creo que una es consecuencia irremediable de la otra, más bien diría que la meta fundamental en mi vida es cumplir lo que mi madre me decía: “ser buena” y así lo demás vendrá solo.